miércoles, 28 de marzo de 2018

ÁRBOLES EN FLOR

Aroma a azahar, trinar de pájaros y unos deslumbrantes  rayos de sol  me despertaban cada día de mi apacible siesta. Así transcurría la primavera del 36, yo tenía  18 años, muchas inquietudes y muchos sueños. 
Mi familia era de clase acomodada, residíamos en  un pueblecito de Cáceres muy cercano a la frontera con Portugal. Nuestra situación familiar se truncó con el fallecimiento de mi padre. Mi madre, una mujer bondadosa, de educación refinada pero con un carácter débil, decidió que lo mejor para nosotros sería repartirnos en los hogares de nuestros tíos.  Aquella decisión fue dura y difícil.  Yo continué en Cáceres pero mis hermanos fueron a distintos destinos, Madrid y Barcelona. Mis tíos emigraron años atrás a estas ciudades, en busca de trabajo, el avance de la industria les permitió una mejora económica en sus vidas,  los pueblecitos de Extremadura poco a poco iban siendo abandonados,  la gente joven no apostaba por trabajar el campo. En las empedradas calles sólo paseaban ancianos, perros y gatos.
Aquellos ancianos, mantenían sabias tertulias en los bancos de la plaza del pueblo. Charlaban y charlaban, asentaban sus argumentos al son de los golpes que propinaban en el suelo con sus ajados bastones de madera, tan ajados como la piel de sus rostros gastada por tantísimas horas de sol cultivando aquellos campos que ahora sus hijos y nietos abandonaban para rodearse de asfalto, ruido y bullicio en las grandes ciudades.
 En muchas ocasiones me detenía a escucharlos, aquellos pronósticos certeros de la vida e inequívocos. Pero un día cercano al mes de julio la actitud de ellos era muy distinta. Guardaban silencio, tan sólo miradas, miradas que reflejaban temor, tristeza y angustia. Tan sólo el Sr. Nicasio tuvo el valor de pronunciar unas temblorosas palabras ”vuelta a empezar” y una repuesta del Sr. Antonio mirando al cielo, rogando a Dios que aquello no fuera cierto, con las manos entrelazadas y con una diminuta lágrima deslizándose por su rostro. Rompí aquel momento, fui osado y pregunté qué ocurría. Aquellos hombres levantaron la vista del suelo, clavaron en mí sus miradas, mi cuerpo se estremecía y me dijeron, que debía ser muy fuerte, que volvían tiempos muy duros,  tiempos crudos, en España había estallado una guerra, la Guerra Civil. Comenzaba un duelo entre hermanos.
Regresé a casa, camine despacio por el zaguán, al fondo estaba mi tía y varias vecinas, sentadas en la mesa camilla, lloraban desconsoladamente. Mi tía al verme se levanto de inmediato, se dirigió hacia mí, perpleja tomó mis manos y exclamó -¡Dios Mío!”. Desde ese instante empecé a comprender la gravedad de la situación.
La vida en el pueblo sufrió un cambio drástico, los ancianos ya no se reunían en la plaza, las mujeres no acudían al rio a lavar las ropas y cantar aquellas joviales canciones, melodías que se escuchaban desde el pueblo trasmitiendo bienestar, alegría y júbilo entre los vecinos.
El pánico habitaba en las calles de nuestro pueblo y en otros muchos. Los postigos permanecían cerrados y las cortinas echadas. La gente apenas se dejaban ver, la visita a la iglesia cada día era menor, hasta el párroco visitaba a los vecinos en sus hogares para hacerles llegar la sagrada forma. Grupos de mujeres rezaban cada día por sus hijos y esposos que pronto serían llamados al frente.
 Transcurridas pocas semanas, todo ese temor se convirtió en certeza. Las calles se vieron invadidas por el ejército nacional. Las puertas eran golpeadas incesantemente, al grito de “¡abran la puerta Ejercito Nacional!”. Aquellos soldados entraban en nuestros hogares con precipitación y descaro. Preguntaban por los hombres que allí habitaban y sin apenas dejar que se despidieran de sus familiares eran bruscamente empujados a golpe de fusil y obligados a subir a unos camiones llenos de herrumbre, asustados por un desconocido destino.
Llegó mi momento, mi tía intento esconderme en los corrales de aquella inmensa casa que en tiempos de bonanza estaban ocupados por distintos animales de granja, gallinas, conejos, cerdos ….. Era el sustento de mis tíos, su fuente de ingresos. Ahora en ellos apenas quedaban restos de paja, tierra y troncos acumulados para calentarnos en los inviernos.
Sentí el cañón del fusil en mi espalda, el sudor recorría mi cara, el pavor era palpable en mi mirada y en mis manos, heladas aún siendo pleno verano. Subí en el camión, mis ojos no se apartaban de mi tía desolada, aquella mujer durante 14 años se había convertido en mi madre, mi crio con esfuerzo, esmero y amor.
Recibí adiestramiento militar en un campamento en Badajoz.  Allí estábamos hombres de diversas edades, jóvenes y señores que lloraban y besaban fotografías de sus hijos y esposa. Pasadas varias semanas,  formaron pelotones y fuimos conducidos al frente. 
Conservo nítidos los recuerdos de la artillería, de los bombardeos, de las sirenas anunciando los ataques aéreos, los gritos desesperados de las madres pronunciando los nombres de sus hijos para ponerse a refugio. Infinitas filas de personas esperando alimentos, en algunos lugares ni se llegaba siquiera a repartir lo que asignaban las cartillas de racionamiento. Niños desnutridos llenaban los orfanatos, esperaban en aquellos provisionales hogares, una posible adopción. 
 Rio Guadiana, en sus orillas libramos una de las más sangrientas batallas. Ametralladoras y tiradores de ambos lados, abatían oleadas de tropas. Las aguas teñidas de sangre e invadidas por cuerpos mutilados .Centenares de cadáveres pudriéndose en aquellos campos en un asfixiante mes de agosto.  Tras la caída de muchos compañeros pude salir con vida. Quede agazapado, durante horas en unos matorrales. Corrí despavorido hacia el campamento a reunirme con el resto del pelotón. 
Mi exhausta carrera fue detenida por un soldado del bando republicano. Me apuntaba con su fusil a escasos 3 metros de distancia, su rostro estaba cubierto de sangre, apenas podía diferenciar sus rasgos y su uniforme hecho jirones. Me exigió arrojará mi arma al suelo, obedecí su orden y lancé el fusil a varios metros. 
Escasos segundos después el hizo lo mismo, lanzó su arma contra el suelo, y con gran dificultad recorrió esos 3 metros hasta llegar a mí. Cara con cara,  sentía su aliento y pude ver que era muy joven, incluso más joven que yo, un niño. Se desplomó, cayó al suelo hincando sus rodillas maltrechas, era consciente que sus heridas eran incompatibles con la vida. Me rogo que lo acompañará en esos pocos minutos que le quedaban de vida. Cumplí su voluntad, lo acomodé en mi regazo, cada minuto notaba como la temperatura de su cuerpo disminuía, sus labios entornaban tonos azulados y su respiración se debilitaba. En la soledad de ese paraje a orillas del Guadiana aquel chico perdió la vida. No pude reprimir el llanto, la ira se apoderaba de mi alma, la falta de entendimiento de esa situación, tantísimas preguntas sin repuestas, como el hombre puede llegar a matar, a odiarse de una forma tan hostil llegando a asesinarnos en una absurda supervivencia de ideales políticos, sociales o religiosos, pero… ¿Que ideal es superior al derecho a la vida?

 De aquella guerra, en mi cuerpo quedan cicatrices, marcas en la piel y una ligera cojera, pero en mi alma, en mi cabeza quedan delirios, gritos desgarradores que cada noche pasean en mis sueños, tan reales que puedo percibir el olor de la sangre esparcida en las aguas del Guadiana.

IRENE LISTE

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